Al centro della penisola spagnola, c’è un’isola: Madrid. È proprio in mezzo ad un mare di terra che trova approdo la zattera atlantica: nei versi di Carlos Pardo e del suo libro Los Allanadores, dove poesia e vita scivolano lenti sullo stesso piano, imprescindibili l’una per l’altra. Esperienza e linguaggio, vita ed etica. La traduzione è a cura di Edoardo Franchi e pubblicate in   I Livellatori (Ensemble, 2022).

Poesia è il più bel nome che diamo alla vita.

(Jacques Prévert)

Lejía

Hemos dejado fluir el tiempo
sin anotarlo,
como si nuestra educativa vida juntos
no mereciera más que un parecido:
el chorro que se escurre
en los portales
de las casas del centro
cada día
y deja un rastro demasiado oloroso
y molesto, para algunos,
de pureza.
Pero hoy, en un país
extranjero, en un encuentro de poesía
más extranjero aun,
me he vuelto a sentir solo y he
recordado cuando te escribía (para criticarte
de manera amorosa) los poemas
que ya no enseño a mis amigos,
y he pensado también en la lejía.
A mis amigos no los veo o
los veo menos. Pienso
que siguen disfrutando
de sus epifanías y de la
naturaleza antropomórfica.
Las nubes como abrazos,
el cuenco de luz tibia,
la gran poesía,
qué buen desayuno.
Pero yo sólo quiero las cosas que envejecen.
Por ejemplo este amor
que nos augura una fecunda
e insoportablemente emocionante
(vista a distancia,
esa distancia de si hubiera muerto)
decadencia.
Cómo decirlo: en una noche turbia
cometa que arde solo o en compañía de otro solo.
Calcinación y cauterización:
otra vez la lejía.
Pienso en lo fáciles
que somos, lo contentadizos,
incluso lo viciosos a pesar
de que seguimos juntos como si nada
(además de esta charla
con argumentos inesperados y
pequeñas críticas que aún me sonrojan
por el humor, sparrings
de una crueldad dialéctica)
mereciera el dispendio de energía.
Lo diré de otro modo.
Sé que no apruebas la inversión de lo bello
por esta especie de complejo de inferioridad
de las parejas (que son subversivas
a su manera), pero
lo refrenado empuja
y quería decirte que la comparación
con la lejía
no es gratuita y que te quiero
igual o más y te querré
aunque arda el suelo que pisamos,
aunque apestemos,
aunque nos dejen solos.

Candeggina

Abbiamo lasciato fluire il tempo
senza annotarlo,
come se la nostra educativa vita insieme
meritasse solo una somiglianza:
il getto che trasuda
tra i portoni
delle case del centro
ogni giorno
e lascia una traccia che è troppo odorosa
e molesta, per alcuni,
di purezza.
Ma oggi, in un paese
straniero, in un incontro di poesia
persino più straniero,
torno a sentirmi solo e
ricordo quando ti scrivevo (per criticarti
in maniera affettuosa) le poesie
che più non mostro ai miei amici,
e penso ancor di più alla candeggina.
I miei amici non li vedo o
li vedo meno. Penso
continuino a godere
di quelle loro epifanie e della
loro natura antropomorfa.
Le nubi come abbracci,
tazza di luce tiepida,
la gran poesia,
che buona colazione.
Però io voglio solo le cose che si invecchiano.
Per esempio questo amore
che a noi augura una feconda
e insopportabilmente emozionante
(vista a distanza,
quella distanza come fossi morto)
decadenza.
Come esprimerlo: in una notte torbida
cometa che arde sola o in compagnia di altra sola.
Calcinazione e cauterizzazione:
di nuovo candeggina.
Penso a quanto facili
siamo, quanto contentabili,
persino viziosi nonostante
proseguiamo insieme come se nulla
(oltre a questa chiacchierata
con argomenti inaspettati e
piccole critiche che ancora mi imbarazzano
per lo humor, sparring
di una crudeltà dialettica)
meritasse il dispendio di energia.
Lo esprimo in altro modo.
So che non approvi l’inversione del bello
per questa specie di complesso di inferiorità
delle coppie (che sono sovversive
a loro modo), eppure
ciò che è represso spinge
e volevo dirti che la similitudine
con la candeggina
non è gratuita e che ti amo
lo stesso se non di più e ti amerò
anche bruciasse il suolo che pestiamo,
anche appestassimo,
anche ci lasciassero soli.

 

El hombre indivisible

Tan delgado que no

lo reconocerías,

ha empezado a contar chistes de dios

y a lavarse los dientes solo.

Cuando camina

lo hace encorvado,

como si huyera

de su familia.

Y durante algún tiempo, mientras

estuvo mudo,

con los ojos velados

y un moratón en la cabeza,

pensé que al despertar volvería a marcharse.

Hoy le afeitamos.

Le untamos crema porque se reseca

y su cuerpo desprende un olor

que no podría describir

y se queda pegado

y luego me acompaña a casa cuando

ceno con mi mujer,

el olor de mi padre.

A veces le ponemos una gorra.

Lo cuidan mis hermanos, mis

dos hermanos, aunque somos cinco.

Cuando llevaba un mes en cama comenzaron

un diario

de a bordo de la enfermedad,

pero yo no participé.

“Durante las tres horas de visita de hoy”,

escribió mi hermano

y me sentí culpable por no dar más de mí,

apenas una hora con mi monólogo.

Era como inventarme un padre con

la excusa de aquel viejo cuerpo

familiar,

como inventarme yo,

de paso,

porque al hablarte iba cobrando

conciencia de no ser

si no lo era para ti

y de no ser para ti nada.

No he debido madurar,

destetarme de padre.

Creo que competíamos.

Tú eras un tecnócrata

y yo poeta. Te caía mal.

Era el duelo de dos pedanterías

con un matiz reproductivo:

eras el viejo mono que protege a su hembra.

Tu testaferro, en este caso,

una mexicana joven.

Mi mujer es mayor que yo.

En una cena familiar dijiste

que yo tenía un trauma con las mujeres mayores

porque mi novia de entonces

me sacaba dos años

(tenía 21).

Desde luego

eras idiota.

Pero ahora no. Ahora te quiero.

Y no lo digo de broma, aunque

permite que me ahorre

la efusividad.

Te quise cuando me reconociste

en el hospital: ¡mi hijo!

– ¿Cómo me llamo?

– ¡Gerardito!

Y te subí a la cama

y me mirabas con amor

y con jactancia al de la voz aguda

de la cama de al lado, otro enfermo.

– ¡Menudo es mi hijo!

Casi me echo a llorar, pero pensé

en el timbre aflautado

de los enfermos, que no comen sólidos,

y luego te tapaste con la sábana

hasta los ojos y te dije:

– Río Duero, Río Duero.

Nadie a acompañarte…

– ¡baja!

– Nadie se detiene a oír

tu eterna estrofa de…

– ¡agua!

También le improvisaste un final a Machado

(…y al volver la vista atrás

me tiro un pedo divino.)

y con algo de rabia o impotencia

en tu clase de matemáticas

con una baraja española,

exclamaste,

como si al fin supieras:

– ¡Heraclio Fournier!

La testaferro viene a verte pero

te cuidan tus dos hijos.

Tu exmujer también viene

y trae dulces y creo que te gusta

ella más que los dulces.

Mi madre no ha venido.

¿Qué más puedo contarte?

Había evitado la segunda persona

precisamente por esto.

He estado en Berlín.

Ay, papá, qué nostalgia de Berlín,

qué feliz fui con los poetas del congreso.

¡Matamos al referente!

Mi hermano

se ha aprovechado de tu enfermedad

y ha puesto una mampara

en tu ducha de inválido

con el escudo del Atleti.

¿Eres consciente de quienes te cuidan?

Desde tu casa se ve un campo de amapolas.

Por la tarde, cuando el sol está bajo, las

amapolas

son menos interrogativas.

Parece el fin del mundo o el principio del verano.

¡Qué nostalgia de otra vida,

y luego echar de menos ésta,

en Berlín con un disco de Hildegard Knef!

Tu nevera está llena de comida

macrobiótica caducada

y de cervezas de mi hermano.

Euro y medio una pinta

en el bar donde Rosa Luxemburgo

daba sus mítines,

en la terraza. Me doy cuenta

de que he heredado tu pasión

por lo superfluo.

¿Escuchas? Los vecinos

vuelven a sus garajes

con un complejo mitológico

domesticado

y me avergüenzo de tu piso de estudiante.

¿Es el pago por una deuda kármica?

¿Has sabido vivir?

¿Qué ha sido del dinero?

¿Te importa que te juzgue

o te importaba antes?

Aunque no te quisiera,

podría seguir así eternamente.

Me sobrecoge la naturalidad de nuestra relación.

No te hablo del pañal. Es otra cosa. Una

especie de perseverancia

en esta convivencia

que no vas a agradecerme.

 

L’uomo indivisibile

Così magro che non

lo riconosceresti,

ora racconta scherzi religiosi

e da solo si lava i denti.

Quando cammina

lo fa incurvato,

come fuggisse

dalla famiglia.

E per un po’ di tempo, mentre

era muto,

con gli occhi velati

e un livido sulla testa,

ho pensato che al risveglio se ne sarebbe riandato.

Oggi lo rasiamo.

Gli spalmiamo unguento perché si secca

e il suo corpo emana un odore

che non riuscirei a descrivere

e mi resta attaccato

e dopo mi accompagna a casa quando

ceno con mia moglie,

l’odore di mio padre.

A volte gli mettiamo un cappello.

Lo curano i miei fratelli, i miei

due fratelli, sebbene siamo cinque.

Dopo un mese che era a letto hanno cominciato

un diario

di bordo della malattia,

ma io non vi ho preso parte.

“Durante le tre ore di visita di oggi”,

ha scritto mio fratello

e ho sentito la colpa di non darmi di più,

solamente un’ora di mio monologo.

Era come inventarmi un padre con

la scusa di quel vecchio corpo

familiare,

come inventarmi io,

già che c’ero,

perché parlandoti prendevo

coscienza di non essere

se non fosse stato per te

e di non essere per te niente.

Non ho dovuto maturare,

svezzarmi da mio padre.

Credo che competessimo.

Tu eri un tecnocrate

e io poeta. Ti ci arrabbiavi.

Era un duello tra due pedanterie

con sfumatura riproduttiva:

eri la vecchia scimmia che protegge la femmina.

La tua prestanome, in questo caso,

una messicana giovane.

Mia moglie è più grande di me.

Durante una cena di famiglia dicesti

che io avevo un trauma con le donne più grandi

perché la mia ragazza di allora

mi passava due anni

(ne avevo 2I).

Certamente

eri un idiota.

Però adesso no. Adesso ti voglio bene.

E non lo dico per scherzo, anche se

permetti che mi risparmi

le moine.

Te ne ho voluto quando mi hai riconosciuto

in ospedale: mio figlio!

– Come mi chiamo?

– Gerardito!

Ti ho sdraiato sul letto

e mi guardavi con amore

e con vanto a quello con voce stridula

del letto vicino, un altro malato.

– Che bravo è mio figlio!

Quasi scoppio a piangere, ma ho pensato

a quel timbro flautato

dei malati, che non mangiano solidi,

e poi ti sei coperto col lenzuolo

fin sopra gli occhi e ti ho detto:

– Río Duero, Río Duero.

Nessuno ad accompagnarti…

scende!

– Nessuno si ferma a udire

la tua eterna strofa di..

acqua!

Hai improvvisato pure un finale per Machado

(…e al voltar la vista indietro

mollo un peto nel cammino.)

e con un che di rabbia o impotenza

alla tua lezione di matematica

con un mazzo di carte spagnole,

hai esclamato,

come sorpreso infine:

Heraclio Fournier!

La prestanome viene a trovarti ma

ti curano i tuoi due figli.

Anche la tua ex moglie viene

e ti porta dolci e credo ti piaccia

più lei dei dolci stessi.

Mia madre non è venuta.

Cos’altro raccontarti?

Avevo evitato la seconda persona

precisamente per questo.

Sono stato a Berlino.

Oh, papà, che nostalgia di Berlino,

che felicità con i poeti del congresso.

Abbiamo ucciso il referente!

Mio fratello

si è approfittato della tua malattia

e ha messo un divisorio

nella tua doccia da invalido

con lo stemma dell’Atletico.

Ma ti rendi conto di chi ti cura?

Da casa tua si vede un campo di papaveri.

Verso sera, quando il sole è basso, i

papaveri

sono meno interrogativi.

Sembra la fine del mondo o l’inizio dell’estate.

Che nostalgia di un’altra vita,

poi sentire la mancanza di questa,

a Berlino con un disco di Hildegard Knef!

Il tuo frigo è ricolmo di quel cibo

macrobiotico scaduto

e di birre di mio fratello.

Un euro e mezzo una pinta

in quel bar dove Rosa Luxemburg

dava i suoi comizi,

fra i tavolini. Mi rendo conto

che da te ho ripreso la passione

per il superfluo.

Li senti? I vicini

tornano ai loro garage

con un complesso mitologico

addomesticato

e mi vergogno del tuo appartamento da studente.

È il pagamento di un debito con il karma?

Hai saputo vivere?

Che ne è stato dei soldi?

Ti spiace se ti giudico

o ti spiaceva prima?

Pur se non tenessi a te,

continuerei così eternamente.

Mi impressiona la naturalezza della nostra relazione.

Non parlo del pannolone. Ma di altro. Di una

specie di perseveranza

in questa convivenza

di cui non mi sarai grato.

 

Poetas en la grabadora, sin entenderlos

Tienen las voces tristes, de

profesionales del lamento: una

herida aguda en las amígdalas como

nostalgia del jarabe.

Es su disgusto

hecho costumbre civilizadora.

Los escucho en su lengua, sin entender al ama

de casa del abrigo rosa,

al borracho galés, la puritana

ornitóloga

y el médico de los pobres.

Incluso el ruso, que tanto me gusta,

parece el niño tonto de la especie.

Sólo podría des-

tacar una excepción: como

quien chasquea los dedos en la barra

de un restorán y cuela su comanda,

el poeta mulato abre un tiempo

entre dos olas

y ahí discurre su voz, inmemorial

y grave,

ya historia de los hombres.

Pero después teatraliza (es hombre

de teatro

con modos de locutor)

y ya sólo le guía, a ciegas (como a Homero),

el sentido de su significado.

Y a su prodigio de barítono

lo tiñe el eco de quien es feliz

en una biblioteca.

Un poco

más de extrañeza se agradecería,

fantaseo. Un idioma impermeable

a la mímesis, como el japonés,

y no esto que es casi neutral

(para un occidental).

Pero qué decepción oír sin comprender

ese cuidado por la exactitud.

Aquí no alienta el Verbo de San Juan.

Los poetas carecen

de mística: oímos la voz

no la palabra

(el cuerpo,

no el espíritu).

Es Satanás quien habla, la cabrita

con labios de doncella.

¿Tuvo

el hombre de Atapuerca

esta superstición de la palabra

justa?

¿Qué nos sugiere

el mito de la torre de Babel?

¿Un idioma extranjero

evidencia el propósito final

– supersticiosamente oculto

en trajes regionales?

Aquí todo es la cáscara

o el corpachón,

como quieras llamarlo:

el jadeo, el susurro, el

inquebrantable aullido lastimero

de hiena que nos acompaña

como la madre al novio el día

de su proyección social.

¿Fue Babel la primera alegoría

elaborada de una enfermedad?

¿Es

cada palabra

síntoma de esa enfermedad?

Y, por último,

¿qué enfermedad?

Dispénsanos,

deidad de los homínidos,

de ir haciendo el ridículo

delante de otros animales.

Olvidemos las cosas

que aún podemos comprender,

nuestro ajuar de matices anticuados

como Anna Karenina, y no

la garganta

agonizante.

 

 

Poeti nel registratore, senza capirli

Hanno le voci affrante, da

professionisti del lamento: una

ferita acuta nelle tonsille come

nostalgia di sciroppo.

É il loro cruccio

fatto abitudine civilizzante.

Li ascolto in altre lingue, senza capire la

casalinga con il cappotto rosa,

l’ubriaco gallese, la puritana

ornitologa

e il medico dei poveri.

Persino il russo, che tanto mi piace,

sembra il bambino sciocco della specie.

Potrei solo ri-

marcare un’eccezione: come

chi schiocca le sue dita sopra il banco

di un ristorante e poi passa il suo ordine,

il poeta mulatto apre un tempo

tra due onde

e lì fluisce la sua voce, immemore

e grave,

è già storia per gli uomini.

Però dopo teatralizza (è uomo

di teatro

con modi da annunciatore)

e ormai solo lo guida, alla cieca (come Omero),

il senso di quel suo significato.

E il suo prodigio di baritono

è tinto dall’eco di chi è felice

in una biblioteca.

Un poco

più di stranezza sarebbe gradita,

fantastico. Un idioma impermeabile

alla mimesi, come il giapponese,

e non questo che è quasi neutrale

(per un occidentale).

Ma che disillusione udire e non capire

quest’attenzione intorno all’esattezza.

Qui non alita il Verbo del Vangelo.

I poeti mancano

di mistica: udiamo la voce

non la parola

(il corpo,

non lo spirito).

È Satana che parla, la capretta

con labbra di fanciulla.

Aveva

l’Homoheidelbergensis

questa superstizione della parola

giusta?

Che suggerisce

il mito della torre di Babele?

Un idioma straniero

evidenzia il proposito finale

– superstiziosamente occulto

in abiti locali?

Qui tutto è una maschera

o scorza esterna,

o come vuoi chiamarlo:

l’affanno, il sussurro, il

granitico ululato lacerante

di una iena che ci accompagna

come la madre con lo sposo il giorno

del suo debutto sociale.

Fu Babele la prima allegoria

elaborata di una infermità?

È

ogni parola

sintomo di questa infermità?

E, da ultimo,

che infermità?

Dispensaci,

deità di noi ominidi,

dal renderci ridicoli

davanti a tutti gli animali.

Scordiamoci le cose

che ancora possiamo comprendere,

il nostro corredo con sfumature all’antica

come Anna Karenina, e non

quella gola

agonizzante.

 

Carlos Pardo (Madrid, 1975) scrittore, critico letterario e gestore culturale, ha pubblicato i libri di poesia El invernadero(Hiperión, 1995), Desvelo sin paisaje (Pre-Textos, 2002), Echado a perder (Visor, 2007) e Los allanadores (Pre-Textos, 2015), per i quali ha ricevuto rispettivamente i premi Hiperión, Emilio Prados, Generación del 27 e Ojo Crítico de Poesía. È inoltre autore del ciclo di romanzi Vida de Pablo (Periférica, 2011), El viaje a pie de Johann Sebastian (Periférica, 2014) e Lejos de Kakania (Periférica, 2019), per il quale ha ottenuto la Borsa Leonardo del BBVA e che è stato selezionato dai quotidiani El País e ABC come uno dei migliori romanzi dell’anno. La sua poesia completa è stata pubblicata in Uruguay con il titolo Hacer pie. Poemas reunidos 1993-2010 (Hum, 2011) e in Messico è apparsa un’antologia delle sue poesie, El animal ha llegado a una edad (Conaculta, 2015). È stato inoltre incluso in numerose antologie di poesia spagnola contemporanea. Dal 2004 fino al 2011 ha promosso e codiretto il Festival Internacional de Poesía Cosmopoética a Córdoba, Premio Nacional del Fomento de la Lectura 2009. Attualmente è critico letterario in Babelia, supplemento culturale di El País. 

Edoardo Franchi (Roma, 1986) è dottorando in Studi Comparati presso l’Università di Roma “Tor Vergata”. Ha pubblicato diversi saggi e articoli su riviste letterarie e curato l’edizione italiana, per la collana Ensemble, di Sette cammini per Beatrice di Ernesto Pérez Zúñiga.  Ha inoltre tradotto brevi testi di Pedro Lemebel e Giovanna Rivero. È docente di Lingua Spagnola nella scuola secondaria.

(Visited 169 times, 1 visits today)